30 ago 2015

Parentalidad: Cultivando un buen ejemplo

The Kid, 1921
Hoy me adentraré en un tema inédito y siendo justo y autocrítico, cualquier comentario, desacuerdo o discernimiento sobre el tema propuesto sería invariablemente discutible y reprobable considerando mi nula experiencia en asuntos de paternidad; mi postura, innegablemente parcializada, pero desprovista de cualquier intención de ofender o cuestionar a aquellos que instruyen por el buen sendero a sus vástagos y no ceden ante situaciones ridículamente complacientes, impuestas por una sociedad depravada y carente de moral. Comprendo que criar y educar un hijo conlleve una enorme responsabilidad, cuyo rol protagónico recae generalmente en padres crédulos e indecisos, matrimonios cimentados sobre expectativas utópicas y falsos compromisos conyugales, jóvenes frívolos y autómatas sin el mínimo sentido de tiempo o espacio, idólatras consumistas impregnados por estereotipos superfluos, pero tolerables socialmente.

Infiero que todo nuevo padre querrá cumplir sobriamente los estándares parentales, a pesar de circunstancias socio-económicas adversas. Pero sería un craso error considerar que esta gratificante tarea sea meramente función de los padres; sería acertado esperar que el resto de la familia e instituciones eclesiásticas y educativas cumpliesen también su papel orientativo secundario, pero notable en la fomentación de valores éticos y aptitudes individuales sanas, además de crear directrices admisibles del comportamiento social.

Reflexiona por algunos minutos y pregúntate: ¿Acaso las nuevas generaciones son dóciles, educados, sumisos y cooperantes? Hace ya muchos años, una madre solo necesitaba mirar a su hijo sin pronunciar una sola palabra, y el mensaje tajante era asimilado. No existían réplicas ni chantajes, solo obediencia simple y pura. Recibir una mesada diaria o semanal era decisión de los tutores, los quehaceres domésticos eran inherentes a la rutina familiar. Así crecimos y aprendimos a vivir, compartíamos logros y fracasos como familia. Podíamos pasar una tarde entera escuchando a tu madre cantar o charlando con tu padre; no existían videojuegos u otras tecnologías que entorpeciesen ese momento. Al recibir un módico obsequio el precio nunca importaba, valorábamos más el sacrificio de un padre privándose de algo importante con tal de premiarte por una buena nota académica.

Sin duda alguna nuestros padres cumplieron su papel. Obviamente cada cual empleó diferentes métodos según su conveniencia, algunos discutibles pero funcionales: un cigarrillo descubierto en tus manos era penado severamente, una vergüenza pública era aún peor. La actitud desafiante nunca fue permitida.

Pero al crecer confundimos vacíos egoístas de nuestra niñez y adolescencia con una norma absurda e insensata en complacer cualquier petición de nuestro vástago, esto animado quizás en no negarle aquello que siempre anhelamos y nunca obtuvimos. Condescendientes damos a manos llenas regalos inmerecidos sin evaluar siquiera que fomentamos una vida basada en el desperdicio, al usurpar su derecho al sacrificio personal y a discernir entre necesidad y capricho. Nos convertimos en marionetas permisivas, máquinas complacientes e incapaces de disciplinar ante una mala conducta, erradamente amparados en "que ahora los tiempos son otros".
Despierta. ¿Aún crees tener tiempo para corregir tus errores y faltas?. Créeme, lo entiendo, nadie te brindó un manual. Pero aún así ¿Te quedarás con los brazos cruzados?

A cada uno de ustedes, forjadores de nuevas generaciones. Dios los bendiga.

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